viernes, 7 de marzo de 2014

El sufrimiento de los seres humanos. Paul Evdokimov





        Paul Evdokimov nace en San Petersburgo (Rusia). Se educa en un ambiente religioso, lleno de valores cristianos en su ciudad natal, hasta que hubo de emigrar con su familia, por motivos políticos: la revolución bolchevique de 1917.



        Su vida de juventud se desarrolla entre los estudios y el conocimiento cada vez mayor del hecho religioso. Se gradúa en la Escuela Militar, a la vez que cursa estudios de Teología en la Escuela Superior de Teología de Kiev. Siendo un alumno aventajado en el currículum teológico, acabará sus estudios en el Instituto de Teología San Sergio de París (1928).

        Precisamente aquí, en este Instituto, es donde nuestro pensador ruso se forjó como uno de los intelectuales ortodoxos más sobresalientes del siglo XX. Fue discípulo de Sergéi Bulgákov y del obispo Casiano. Llegó a ser, después de la II Guerra Mundial, profesor del Instituto en las materias de Patrística y Teología sistemática.

        Pero su dedicación a los estudios no acaba con la Teología. En 1942 Evdokimov se doctora en Filosofía por la Universidad de Aix-en-Provence (Francia), ampliando sus conocimientos sobre el saber humano, que puso al servicio de la comunidad universitaria durante toda su vida. De ahí que en 1954 fuese nombrado profesor de Teología Moral en el Instituto ruso-ortodoxo San Sergio, y se le otorgara, por el propio Instituto, el doctorado en Teología (1962).

        De entre sus obras podemos destacar: Dostoievski y el problema del mal (1942); El matrimonio, sacramento del amor (1944); Ortodoxia (1959); Gogol y Dostoievski en el Descenso a los Infiernos (1961); El Sacramento del Amor (1962); La oración de la Iglesia (1966);
 Las edades de la vida espiritual. Ed. Sígueme. (1964).

Paul Evdokimov  nos transmite la esperanza de que todavía no hay nada perdido, sustentados en la victoria divina de la Resurrección. Y, apoyándose en las palabras de Zossyma, de Los hermanos Karamazov, Dostoievski afirma: "El infierno y el paraíso no son una indemnización, un castigo o un premio, sino calificaciones de la vida que el hombre mismo crea y con la que prepara su destino".



Las edades de la vida espiritual

El Sufrimiento de los seres humanos 

Sin haber recibido armazón dogmático, el tema del infierno y de su destino, constantemente presente en la liturgia, se universa­liza. El mal no es una sustancia. Una voluntad pervertida, cons­ciente y celosa de su autonomía, dinámica en sus transgresiones de las normas, multiplica las distancias y las ausencias. El ser malvado vive como un parásito formando excrecencias, inflama­ciones malignas. Lo que le sustrae al ser, se lo añade en mal. Pue­de hacerlo: Dios ha creado «otra libertad», y el riesgo que Dios ha asumido anuncia ya al «varón de dolores» y perfila la sombra de la cruz, porque, según la sentencia de los padres, Dios puede todo menos obligar al hombre a amarlo... En la espera del ama­do, Dios renuncia a su omnipotencia, asume una kénosis1 bajo la figura del «Cordero inmolado desde la fundación del mun­do» (Ap 13, 8). Su destino entre los hombres queda a expensas del fiat de la humanidad. Para asegurar la libertad de este fiat, Cristo renuncia incluso a su omnisciencia. La aparente pasivi­dad de Dios oculta, según san Gregorio Nacianceno, «el sufri­miento del Dios impasible»... Dios prevé lo peor y su amor no hace sino permanecer vigilante, porque el hombre puede recha­zar a Dios y construir su vida sobre su rechazo. Lo lleve quien lo lleve, el amor o la libertad, ambos son infinitos y el infierno plan­tea esta cuestión.
El Oriente permanece ajeno a todo principio jurídico, peni­tencial; su concepción del pecado y su actitud hacia el pecador es esencialmente terapéutica; requiere no un tribunal, sino una clí­nica. 



Sin «prejuzgar» nada, la Iglesia se abandona a la filantropía de Dios y refuerza su oración por los vivos y por los muertos. Al­gunos, los más grandes entre los santos, encuentran la audacia y el carisma de orar incluso por los demonios. Es posible que el ar­ma más mortífera contra el Maligno sea justamente la oración de un santo, y que el destino del infierno dependa también de la ca­ridad de los santos. El hombre se prepara por sí mismo su propio infierno al cerrarse al amor divino, que permanece sin cambio: «No es justo decir que los pecadores en el infierno están privados del amor de Dios... Pero el amor actúa de dos formas diferentes: se convierte en sufrimiento para los reprobados y en alegría para los bienaventurados ... ».
Todo fiel ortodoxo, al acercarse a la mesa santa, confiesa: «Yo soy el primero de los pecadores», lo cual quiere decir el más grande o, más exactamente, sin comparación, sin medida posible, «el único pecador». San Ambrosio, como pastor y liturgista, lo explica y ofrece una fórmula concisa y lapidaria: «El mismo hombre es, a la vez, condenado y salvado»'. San Isaac, como as­ceta, ofrece otra: «Aquel que ve su pecado es más grande que el que resucita a los muertos». Una visión parecida de la realidad desnuda saca su última y paradójica consecuencia: un hombre muy simple confiesa a san Antonio: «Mirando a los que pasan, me digo: todos serán salvados, sólo yo seré condenado», y san Antonio, concluía: «El infierno existe verdaderamente, pero sólo para mí...». A este amor de los hombres responde la espléndida palabra de un místico musulmán: «Si tú me pones en medio de los que están en la gehenna, pasaré mi eternidad hablando con ellos de mi amor por ti»4.



Retomando la palabra de san Ambrosio, puede decirse que el mundo en su totalidad está también «a la vez condenado y salva­do». Es más, puede ser que el infierno, en su misma condena­ción, encuentre su propia trascendencia. Parece que se verifica ahí el sentido de la palabra que Cristo habría dicho a un starets contemporáneo, Silvano de Athos: «Guarda tu espíritu en el in­fierno, pero no desesperes ... »1.
Péguy reprochaba a Dante que visitara el infierno como «tu­rista»; otra manera de descender a él es la de los grandes espiri­tuales'. «La luz de Cristo ilumina a todo hombre que viene a es­te mundo», dice la oración de prima; incluso inconscientemente, todos llevan sus misteriosas huellas. No es tarea, pues, de los cristianos el desesperar, sino escuchar a Cristo que dice a la Igle­sia una de las palabras más graves, tal vez, que puedan ofrecerse al oído para su apostolado: «Quien os recibe a vosotros, me reci­be a mí...». El destino del mundo depende de nuestra pericia pa­ra ser testigos de Pentecostés, también depende de nuestra cari­dad creativa ante la dimensión infernal del mundo.
Está todo eso que la teología enseña sobre la condenación del mundo: «Caín, ¿dónde está tu hermano Abel?». Y está el miste­rio de la Iglesia a la luz de la oración sacerdotal de Cristo (Jn 17): «Abel, ¿dónde está tu hermano Caín?». El amor de Dios es­tá «al comienzo» (1 Jn 4, 9-10), como un acontecimiento tras­cendente a toda respuesta. Los dos paráclitos vienen para salvar. En su profundidad última, el amor se presenta desinteresado, co­mo la pura alegría del amigo del Esposo, como la alegría que subsiste por sí misma, una alegría a priori para todos. En Jn 14, 28, Jesús pide a sus discípulos que estén alegres, llenos de una enorme alegría cuya motivación está más allá del hombre, en la existencia objetiva de Dios. En esta alegría limpia y realmente li­bre se juega la salvación del mundo. Jn 13, 20 estimula nuestra creatividad para que descubramos la manera de que Cristo sea «aceptado», «recibido» por el mundo. Es hora de que la Iglesia no hable más de Cristo, sino de que se convierta en Cristo. El ce­náculo amplía sus paredes hasta los confines del mundo, de este mundo rebelado, opuesto a Dios. Dios ha amado al mundo en su pecado (Jn 3, 16; 12, 32). La esposa adopta la figura del Esposo. Ella es el pan eucarístico, la comunión, la amistad. Su luz no alumbra sólo por alumbrar, ella transforma la noche en un día que no puede ya declinar.


Más que nunca, el mundo busca un don inmediato que sea ca­paz de unir a los hombres, busca al «hermano humano». Aquí es donde la caridad cristiana, que no calcula, que no mide ni limita, puede hacer -ella sola- que estalle el mundo cristiano cerrado hacia aquel que está más alejado de Cristo, porque Cristo espera ser recibido por ese. San Simeón se ha considerado «el pobre hermano de todos los hombres» y realmente lo era. El hombre nuevo no se crea en las fábricas marxistas de la confrontación so­cial. La «criatura nueva» tiene su origen en el Espíritu santo que forma las «almas apostólicas». Ella toma en serio su fe y hace co­sas sumamente simples cuando son vistas a la luz de la fe evan­gélica: resucitar a los muertos cuando el Señor le dice que lo ha­ga... La hora histórica es tan terrible, que convoca a todas las fuerzas de la fe, y esta es la razón por la que san Pedro cita la pro­fecía de Joel y anuncia la abundancia de dones, pentecostés re­doblando su efusión en los tiempos preapocalíticos.


Todo bautizado es un ser invisiblemente estigmatizado, por­tador de una profunda herida del destino de los otros, de todos los otros,, y añade algo al sufrimiento de Cristo, que ha entrado en agonía hasta el fin del mundo. «Imitar» a Cristo es seguirle en su descenso al fondo del abismo de nuestro mundo; la «imi­tación» es la configuración con el Cristo total, y este es, según Orígenes, el mártir'; porque «el amor a Dios y el amor a los hombres son dos aspectos de un único amor total»'. Mi actitud personal, siempre única, consiste en luchar contra mi infierno, que me amenaza si no amo para salvar a los demás; será salvado aquel que salve. Pero un deslizamiento casi imperceptible hacia el activismo lleva a decir: «Yo te amo para salvarte», el alma
apostólica dirá: «Yo te salvo porque te amo»... Durante cada li­turgia cantamos: «Hemos visto la verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celeste», y es el pentecostés dominical; él no engaña, sino que en su don una llamada imperiosa se deja oír: ¿cómo traspasar esta experiencia transformadora de la luz al infierno del mundo de hoy?...



l. Kénosis: humillación, abajamiento, velo de humildad que oculta la divi­nidad del Verbo en su Encarnación. Cf. Flp 2, 7.
2. Isaac el Sirio, en PG 34, 5440. Cf. Orígenes, De Principüs III, 6, 5; Gre­gorio de Nisa, Oratio catechetica magna XXVI, 5, 9; Ambrosiaster, Comenta­rio a la Carta a los efesios 111, 10.
3. PL XV, 1502, citado por O. Clément, Notes sur le mal: Contacts 31, 204. 4. R. Khawam, Propos d Amour des mystiques musulmans, Paris 1960.
5. Citado por el archimandrita Sophrony, Messager de 1'Exarchat du Pa­triarche Russe 26, 96.
6. Cf. archimandrita Spiridon, Mes missions en Sibérie, Paris 1950, 44.
7. Orígenes, Exhortación al martirio. Sobre la oración, Salamanca 1991. 8. Máximo el Confesor, en PG 91, 401 D.