viernes, 2 de marzo de 2012

EL SIMBOLISMO METAFÍSICO DE LA CRUZ


 Las doctrinas tradicionales simbolizan la realización del «Hombre Universal» por el signo de la cruz, que representa muy claramente la manera en que esta realización se alcanza por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del ser de forma armónica. Representante  de la expansión integral en los dos sentidos de la «amplitud» y de la «exaltación».     
              De alguna manera esta doble expansión  se considera como efectuándose, por una parte, horizontalmente, es decir, en cierto nivel o grado de existencia determinado, y por otra, verticalmente, es decir, en la superposición jerarquizada de todos los grados. Así, el sentido horizontal representa la «amplitud» o la extensión integral de la individualidad tomada como base de la realización, extensión que consiste en el desarrollo indefinido de un conjunto de posibilidades sometidas a algunas condiciones especiales de manifestación. El sentido vertical representa la jerarquía, indefinida también y con mayor razón, de los estados múltiples, cada uno de los cuales, considerado del mismo modo en su integralidad, es uno de estos conjuntos de posibilidades, que se refieren a otros tantos «mundos» o grados, y que están comprendidos en la síntesis total del «Hombre Universal».  En esta representación crucial, la expansión horizontal corresponde pues a la indefinidad de las modalidades posibles de un mismo estado de ser considerado integralmente, y la superposición vertical a la serie indefinida de los estados del ser total.

«Clemente de Alejandría dice que de Dios, “Corazón del Universo”, parten las extensiones indefinidas que se dirigen, una hacia lo alto, otra hacia abajo, ésta a la derecha, esa a la izquierda, una adelante y otra hacia atrás; dirigiendo su mirada hacia estas seis extensiones como hacia un número siempre igual, acaba el mundo; él es el comienzo y el fin (el alfa y el omega); en él se acaban las seis fases del tiempo, y es de él de quien reciben su extensión indefinida; éste es el secreto del número siete.


Siguiendo la tradición extremo oriental, el «hombre verdadero» (tchenn-jen), es el que, habiendo realizado el retorno al «estado primordial», y por consiguiente la plenitud de la humanidad, se encuentra en adelante establecido definitivamente en el «Invariable Medio», y escapa ya por eso mismo a las vicisitudes de la «rueda de las cosas». Por encima de este grado está el «hombre transcendente» (cheun-jen), que hablando propiamente ya no es un hombre, puesto que ha rebasado la humanidad y está enteramente liberado de sus condiciones específicas: es el que ha llegado a la realización total, a la «Identidad Suprema»; ese ha devenido pues verdaderamente el «Hombre Universal». 


Ello no es así para el «hombre verdadero», pero, no obstante se puede decir que éste es al menos virtualmente el «Hombre Universal», en el sentido de que, desde que ya no tiene que recorrer otros estados en modo distintivo, puesto que ha pasado de la circunferencia al centro, el estado humano deberá ser necesariamente para él el estado central del ser total, aunque no lo sea todavía de una manera efectiva.

Esto permite comprender en qué sentido debe entenderse el término intermediario de la «Gran Triada» que considera la tradición extremo oriental: los tres términos son el «Cielo» (Tien), la «Tierra» (Ti) y el «Hombre» (Jen), y este último desempeña en cierto modo un papel de «mediador» entre los otros dos, como si uniera en él sus dos naturalezas. Es verdad que, incluso en lo que concierne al hombre individual, se puede decir que participa realmente del «Cielo» y de la «Tierra», que son la misma cosa que  el Espíritu y la Superficie de las Aguas, de alguna manera los dos polos de la manifestación universal.   Para que el hombre pueda desempeñar efectivamente, al respecto de la Existencia universal, el papel de que se trata, es  necesario que haya llegado a situarse en el centro de todas las cosas, es decir, que haya alcanzado al menos el estado del «hombre verdadero»; pero entonces todavía no le ejerce efectivamente más que para un grado de la Existencia; y es solo en el estado del «hombre trascendente» cuando esta posibilidad se realiza en su plenitud. Esto equivale a decir que el verdadero «mediador», en quien la unión del «Cielo» y de la «Tierra» está plenamente realizada por la síntesis de todos los estados, es el «Hombre Universal», que es idéntico al Verbo. En Roma ese papel correspondía al “Sumo Pontífice”, al constructor de puentes entre el Cielo y la Tierra.


Por otra parte, puesto que el «Cielo» y la «Tierra» son dos principios complementarios, uno activo y el otro pasivo, su unión puede representarse por la figura del «Andrógino», y esto nos lleva a algunas de las consideraciones que hemos indicado desde el comienzo en lo que concierne al «Hombre Universal». Aquí también, la participación de los dos principios existe para todo ser manifestado, y se traduce en él por la presencia de los dos términos yang y yin, pero en proporciones diversas y siempre con la predominancia del uno o del otro; la unión perfectamente equilibrada de estos dos términos no puede realizarse más que en el «estado primordial». 

En cuanto al estado total, en él no puede tratarse de ninguna distinción del yang y del yin, que han entrado entonces en la indiferenciación principial; aquí ni siquiera se puede pues hablar del «Andrógino», lo que implica ya una cierta dualidad en la unidad misma, sino solo de la «neutralidad» que es la del Ser considerado en sí mismo, más allá de la distinción de la «esencia» y de la «sustancia», del «Cielo» y de la «Tierra», en el hinduismo de Purusha y de Prakriti.   Un paralelo simbólico en la espiritualidad cristiana lo podemos remontar a un día, en la época en que el templo de Jerusalén estaba destruido y el pueblo desterrado en Babilonia, el profeta Ezequiel tuvo una visión. Vio ante sí el templo reconstruido y vio que bajo el umbral del templo, por el lado derecho, manaba agua hacia oriente. Se puso a seguir aquel arroyico de agua y se dio cuenta de que la corriente iba creciendo más y más, a medida que avanzaba, hasta llegarle primero a los tobillos, después a las rodillas, luego a la cintura, hasta convertirse en un río que no se podía vadear. Vio que en la orilla del río crecía una gran cantidad de árboles frutales y oyó una voz que decía: "Estas aguas fluyen hacia la comarca levantina, bajarán hacia la estepa, desembocarán en el mar de las aguas pútridas y lo sanearán. Todos los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente tendrán vida, y habrá peces en abundancia. Al desembocar allí estas aguas, quedará saneado el mar y habrá vida adondequiera que llegue la corriente" (Ez. 47,lss).


El evangelista Juan vio realizada esta profecía en la pasión de Cristo. "Uno de los soldados —escribe— con la lanza le traspasó el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19,34). La liturgia de la Iglesia ha recogido esta enseñanza al hacernos cantar, al principio de todas las Misas solemnes del tiempo pascual, aquellas palabras del profeta, aplicándoselas a Cristo: "Vidi aquam egredientem de templo – Ví que manaba agua del templo".

Jesús es el templo que los hombres destruyeron, pero que Dios ha vuelto a edificar, resucitándolo de la muerte: "Destruid este templo —había dicho él mismo—, y en tres días lo levantaré"; y el evangelista explica que "él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2,19-21). El cuerpo de Cristo en la cruz es, pues, el templo nuevo, el centro del nuevo culto, el lugar definitivo de la gloria y de la presencia de Dios entre los hombres. Y ahora, del costado derecho de este nuevo templo ha brotado agua. También esa agua, como la que vio el profeta, empezó siendo un arroyito, pero fue creciendo más y más hasta convertirse también ella en un gran río. En efecto, de aquel arroyo de agua proviene, espiritualmente, el agua de todas las pilas bautismales de la Iglesia. En la pila bautismal de San Juan de Letrán, el papa san León Magno hizo grabar dos versos latinos que, traducidos, dicen: "Ésta es la fuente que lavó al mundo entero — trayendo su origen de la llaga de Cristo" "Fons hic est qui totum diluit orbem - sumens de Christi vulnere principium". Verdaderamente, de su costado manaron "ríos de agua viva", es decir ¡del costado de Cristo en la cruz!

 ¿Y qué simboliza el agua? Un día -era el último día de la fiesta de las tiendas—, Jesús, puesto en pie, exclamó a voz en grito: "El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba". Y el evangelista comenta: "Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él" (Jn 7,37-39).

El agua, pues, simboliza al Espíritu. "Tres son los testigos —leemos en la primera carta de san Juan en relación con este episodio—: el Espíritu, el agua y la sangre" (1 Jn 5,7-8). Estas tres cosas no están en el mismo plano: el agua y la sangre fue lo que se vio salir del costado; eran señales, sacramentos; el Espíritu era la realidad invisible que en ellos se escondía y que en ellos actuaba. De alguna manera el agua y la sangre pueden hacer referencia a esos dos principios complementarios, uno activo y el otro pasivo, que hemos escrito y que su unión puede representarse por la figura del «Andrógino».

 Grabado alquímico de Basilio Valentín 

“Que Cristo habite en nuestros corazones por la fe, y enraizados y cimentados en el Amor, seamos capaces de comprender, con todos los creyentes, la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del Amor de Cristo, que supera a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total plenitud de Dios”. De común acuerdo los Padres de la Iglesia, interpretaron este texto viendo en él la Cruz Cósmica de Cristo que invade el universo para recrearle, esa cruz que los griegos llaman «sémeion ekpétaséós», el signo de la extensión. El texto más clásico de la antigüedad cristiana a este respecto es el de San Ireneo: «Por la obediencia que practicó hasta la muerte, clavado en el madero de la cruz, el Verbo expió la antigua desobediencia (la de nuestros primeros padres). Y como es el Verbo todopoderoso, cuya presencia invisible está difundida en nosotros y abarca al mundo entero, su acción en el mundo continúa ejerciéndose en toda su longitud, su anchura, su altura y su profundidad. Por el Verbo de Dios, todo está bajo la influencia de la obra redentora, y el Hijo de Dios, con su bendi­ción, ha puesto la señal de la cruz en todas las cosas. Porque era justo y necesario que el que se hizo visible llevara a todas las cosas visibles a participar de su cruz; y así es como, bajo una forma sensible, su propia influencia se hizo sentir en las mis­mas cosas visibles. Porque es El quien ilumina las alturas, es decir, los cielos, quien penetra las profundidades de los lugares subterráneos, el que recorre la larga exten­sión de Oriente a Occidente, el que abarca el espacio inmenso del Norte al Medio­día, llamando al conocimiento de su Padre a los hombres dispersos por el mundo».

Si la espiritualidad cristiana se haya fascinada por la cruz, no es, en primer lu­gar, por su insondable riqueza simbólica. Es porque Cristo, muriendo clavado en un travesaño sujeto a un poste, hizo de ella el signo histórico del cumplimiento del designio divino.  
«De la cruz en que murió el Verbo creador del mundo, el cristiano dirige su mirada hacia el cielo estrellado, donde se mueve el círculo de Helios y de Selene. Así, si se adentra en las estructuras más profundas del cosmos, o penetra las leyes de la constitución del cuerpo humano, por todas partes -y hasta en la forma de los objetos familiares más pequeños- ve impreso el sello misterioso: la cruz de su Señor ha metamorfoseado el mundo». 
Pintura de Hidegarda de Bingen.

San Cirilo de Jerusalén explica a sus catecúmenos: «Dios extendió los brazos en la cruz para abarcar los extremos del universo. También este monte del Gólgota se ha convertido en eje del mundo». Este eje es, para Firmicus Maternos, un eje dinámico que une al cielo con la tierra: «El madero de la cruz sostiene la máquina celeste y consolida los cimientos de la tierra».   

La cruz y el árbol


He aquí ahora una leyenda religiosa como tantas otras que circulaban antigua­mente, y que servían de catecismo al pueblo creyente, con el incomparable privile­gio de introducir, por encima de la ingenua fantasía del relato accesorio, en lo pro­fundo de los misterios. Se trata del Viaje de Set al Paraíso, uno de los tesoros del patrimonio de la cristiandad medieval. He aquí su resumen: «Adán, después de ha­ber vivido 932 años en el valle de Hebrón, se ve afectado por una enfermedad mor­tal y envía a su hijo Set a que pida al arcángel guardián de la puerta del paraíso el óleo de la misericordia. Set, siguiendo las huellas de Adán y Eva, en las que no ha­bía vuelto a brotar la hierba, llega al Paraíso y comunica al arcángel el deseo de Adán. El arcángel le aconseja que mire tres veces al paraíso. 

La primera vez, Set ve el agua de la que nacen cuatro ríos y sobre ella un árbol seco. La segunda vez una serpiente enroscada al tronco. Al mirar por tercera vez, ve que el árbol se eleva has­ta el cielo; en la copa lleva un niño recién nacido y sus raíces se hunden hasta el infierno (el Arbol de la Vida en el centro del universo y su eje atravesaba las tres regiones cósmicas). El ángel explica a Set lo que acaba de ver y le anuncia la venida de un Redentor. Le entrega, además, tres granos de los frutos del árbol fatal del que comieron sus padres y le dice que se los ponga a Adán en la lengua y que morirá al cabo de tres días. Al oír el relato de Set, Adán ríe por primera vez después de su expulsión del Paraíso, porque comprende que los hombres serán salvados. A su muerte, de las semillas que Set le puso en la lengua brotaron en el valle de Hebrón tres árboles, que crecieron un palmo hasta la época de Moisés. Este, que sabía su origen divino, los trasplantó al monte Tabor u Horeb (centro del mundo). Allí per­manecieron mil años, hasta el día en que David recibió la orden divina de llevarlos a Jerusalén (otro centro). Después de otros muchos episodios (la reina de Saba se niega a pisar su madera, etc.), los tres árboles se funden en uno solo, del que se hizo la cruz del Redentor. La sangre de Cristo, crucificado en el centro de la tierra, pre­cisamente allí donde había sido creado y enterrado Adán, cae sobre el cráneo de éste y bautiza así -rescatándole de sus pecados- al padre de la humanidad». 

El árbol genealógico de Jesucristo con sus 42 ascendientes.

Un último texto, el más bello de cuantos hayan sido compuestos para cantar el misterio de la cruz, va a sintetizar las líneas principales de su simbolismo en el con­texto cristiano. Se dice que fue escrito por San Hipólito de Roma a comienzos del siglo iii. No se puede apreciar debidamente esta iconografía, de que tanto hemos ha­blado, más que sumergiéndola en esa luz que la vio nacer. Cada expresión encierra una o varias alusiones. Hacia la mitad del segundo párrafo, se pasa insensiblemente del árbol de la cruz a Cristo que subió a él.
«Este madero me pertenece para mi salvación eterna. De él me alimento, de él me nutro, en sus raíces me apoyo. Florezco con sus flores; sus frutos me producen sumo deleite; frutos que cojo, preparados para mí desde el comienzo del mundo. El es alimento sabroso para mi hambre, una fuente para mi sed, un vestido para mi desnudez; sus hojas son espíritu de vida. ¡Lejos de mí en adelante las hojas de hi­guera! Esta es la escala de Jacob, por la que suben y bajan ángeles, y al final de la cual está el Señor.

«Este árbol, ancho como el firmamento, se levanta desde la tierra hasta el cielo. Planta inmortal, se eleva robusta entre el cielo y la tierra, recio soporte del orbe, lazo de todas las cosas, que abarca a toda la varia naturaleza mortal. Arbol atrave­sado con clavos invisibles del espíritu, para que, cual conviene a lo que es divino, no se deshaga ya más; llega a lo más alto del cielo, pero con sus pies afianza la tierra y retiene maravillosamente entre sus brazos inmensos el aliento del aire que reina por doquier.
«¡Oh tú, único entre los únicos, todo en todos! Tengan los cielos tu espíritu, y tu alma el paraíso; pero que tu sangre pertenezca a la tierra.»
Pintura de Jung (Libro Rojo)