Paul
Evdokimov nace en San Petersburgo (Rusia). Se educa en un ambiente religioso,
lleno de valores cristianos en su ciudad natal, hasta que hubo de emigrar con
su familia, por motivos políticos: la revolución bolchevique de 1917.
Su
vida de juventud se desarrolla entre los estudios y el conocimiento cada vez
mayor del hecho religioso. Se gradúa en la Escuela Militar, a la vez que cursa
estudios de Teología en la Escuela Superior de Teología de Kiev. Siendo un
alumno aventajado en el currículum teológico, acabará sus estudios en el
Instituto de Teología San Sergio de París (1928).
Precisamente
aquí, en este Instituto, es donde nuestro pensador ruso se forjó como uno de
los intelectuales ortodoxos más sobresalientes del siglo XX. Fue discípulo de
Sergéi Bulgákov y del obispo Casiano. Llegó a ser, después de la II Guerra
Mundial, profesor del Instituto en las materias de Patrística y Teología
sistemática.
Pero
su dedicación a los estudios no acaba con la Teología. En 1942 Evdokimov se
doctora en Filosofía por la Universidad de Aix-en-Provence (Francia), ampliando
sus conocimientos sobre el saber humano, que puso al servicio de la comunidad
universitaria durante toda su vida. De ahí que en 1954 fuese nombrado profesor
de Teología Moral en el Instituto ruso-ortodoxo San Sergio, y se le otorgara,
por el propio Instituto, el doctorado en Teología (1962).
De
entre sus obras podemos destacar: Dostoievski y el problema del mal (1942); El
matrimonio, sacramento del amor (1944); Ortodoxia (1959); Gogol y Dostoievski
en el Descenso a los Infiernos (1961); El Sacramento del Amor (1962); La
oración de la Iglesia (1966);
Las
edades de la vida espiritual. Ed. Sígueme. (1964).
Paul
Evdokimov nos transmite la esperanza de que todavía no hay nada perdido,
sustentados en la victoria divina de la Resurrección. Y, apoyándose en las
palabras de Zossyma, de Los hermanos Karamazov, Dostoievski
afirma: "El infierno y el paraíso no son una indemnización, un
castigo o un premio, sino calificaciones de la vida que el hombre mismo crea y
con la que prepara su destino".
Sin
haber recibido armazón dogmático, el tema del infierno y de su destino,
constantemente presente en la liturgia, se universaliza. El mal no es una
sustancia. Una voluntad pervertida, consciente y celosa de su autonomía,
dinámica en sus transgresiones de las normas, multiplica las distancias y las
ausencias. El ser malvado vive como un parásito formando excrecencias, inflamaciones
malignas. Lo que le sustrae al ser, se lo añade en mal. Puede hacerlo: Dios ha
creado «otra libertad», y el riesgo que Dios ha asumido anuncia ya al «varón de
dolores» y perfila la sombra de la cruz, porque, según la sentencia de los
padres, Dios puede todo menos obligar al hombre a amarlo... En la espera del
amado, Dios renuncia a su omnipotencia, asume una kénosis1 bajo la figura del
«Cordero inmolado desde la fundación del mundo» (Ap 13, 8). Su destino entre
los hombres queda a expensas del fiat de la humanidad. Para asegurar la
libertad de este fiat, Cristo renuncia incluso a su omnisciencia. La aparente
pasividad de Dios oculta, según san Gregorio Nacianceno, «el sufrimiento del
Dios impasible»... Dios prevé lo peor y su amor no hace sino permanecer
vigilante, porque el hombre puede rechazar a Dios y construir su vida sobre su
rechazo. Lo lleve quien lo lleve, el amor o la libertad, ambos son infinitos y
el infierno plantea esta cuestión.
El
Oriente permanece ajeno a todo principio jurídico, penitencial; su concepción
del pecado y su actitud hacia el pecador es esencialmente terapéutica; requiere
no un tribunal, sino una clínica.
Sin «prejuzgar» nada, la Iglesia se abandona
a la filantropía de Dios y refuerza su oración por los vivos y por los muertos.
Algunos, los más grandes entre los santos, encuentran la audacia y el carisma
de orar incluso por los demonios. Es posible que el arma más mortífera contra
el Maligno sea justamente la oración de un santo, y que el destino del infierno
dependa también de la caridad de los santos. El hombre se prepara por sí mismo
su propio infierno al cerrarse al amor divino, que permanece sin cambio: «No es
justo decir que los pecadores en el infierno están privados del amor de Dios...
Pero el amor actúa de dos formas diferentes: se convierte en sufrimiento para
los reprobados y en alegría para los bienaventurados ... ».
Todo
fiel ortodoxo, al acercarse a la mesa santa, confiesa: «Yo soy el primero de
los pecadores», lo cual quiere decir el más grande o, más exactamente, sin
comparación, sin medida posible, «el único pecador». San Ambrosio, como pastor
y liturgista, lo explica y ofrece una fórmula concisa y lapidaria: «El mismo hombre
es, a la vez, condenado y salvado»'. San Isaac, como asceta, ofrece otra:
«Aquel que ve su pecado es más grande que el que resucita a los muertos». Una
visión parecida de la realidad desnuda saca su última y paradójica
consecuencia: un hombre muy simple confiesa a san Antonio: «Mirando a los que
pasan, me digo: todos serán salvados, sólo yo seré condenado», y san Antonio,
concluía: «El infierno existe verdaderamente, pero sólo para mí...». A este
amor de los hombres responde la espléndida palabra de un místico musulmán: «Si
tú me pones en medio de los que están en la gehenna, pasaré mi eternidad
hablando con ellos de mi amor por ti»4.
Retomando
la palabra de san Ambrosio, puede decirse que el mundo en su totalidad está
también «a la vez condenado y salvado». Es más, puede ser que el infierno, en
su misma condenación, encuentre su propia trascendencia. Parece que se
verifica ahí el sentido de la palabra que Cristo habría dicho a un starets contemporáneo,
Silvano de Athos: «Guarda tu espíritu en el infierno, pero no desesperes ... »1.
Péguy
reprochaba a Dante que visitara el infierno como «turista»; otra manera de
descender a él es la de los grandes espirituales'. «La luz de Cristo ilumina a
todo hombre que viene a este mundo», dice la oración de prima; incluso
inconscientemente, todos llevan sus misteriosas huellas. No es tarea, pues, de
los cristianos el desesperar, sino escuchar a Cristo que dice a la Iglesia una
de las palabras más graves, tal vez, que puedan ofrecerse al oído para su apostolado:
«Quien os recibe a vosotros, me recibe a mí...». El destino del mundo depende
de nuestra pericia para ser testigos de Pentecostés, también depende de
nuestra caridad creativa ante la dimensión infernal del mundo.
Está
todo eso que la teología enseña sobre la condenación del mundo: «Caín, ¿dónde
está tu hermano Abel?». Y está el misterio de la Iglesia a la luz de la
oración sacerdotal de Cristo (Jn 17): «Abel, ¿dónde está tu hermano Caín?». El
amor de Dios está «al comienzo» (1 Jn 4, 9-10), como un acontecimiento trascendente
a toda respuesta. Los dos paráclitos vienen para salvar. En su profundidad
última, el amor se presenta desinteresado, como la pura alegría del amigo del
Esposo, como la alegría que subsiste por sí misma, una alegría a priori para
todos. En Jn 14, 28, Jesús pide a sus discípulos que estén alegres, llenos de
una enorme alegría cuya motivación está más allá del hombre, en la existencia
objetiva de Dios. En esta alegría limpia y realmente libre se juega la
salvación del mundo. Jn 13, 20 estimula nuestra creatividad para que
descubramos la manera de que Cristo sea «aceptado», «recibido» por el mundo. Es
hora de que la Iglesia no hable más de Cristo, sino de que se convierta en
Cristo. El cenáculo amplía sus paredes hasta los confines del mundo, de este
mundo rebelado, opuesto a Dios. Dios ha amado al mundo en su pecado (Jn 3, 16;
12, 32). La esposa adopta la figura del Esposo. Ella es el pan eucarístico, la
comunión, la amistad. Su luz no alumbra sólo por alumbrar, ella transforma la
noche en un día que no puede ya declinar.
Más
que nunca, el mundo busca un don inmediato que sea capaz de unir a los
hombres, busca al «hermano humano». Aquí es donde la caridad cristiana, que no
calcula, que no mide ni limita, puede hacer -ella sola- que estalle el mundo
cristiano cerrado hacia aquel que está más alejado de Cristo, porque Cristo
espera ser recibido por ese. San Simeón se ha considerado «el pobre hermano de
todos los hombres» y realmente lo era. El hombre nuevo no se crea en las
fábricas marxistas de la confrontación social. La «criatura nueva» tiene su
origen en el Espíritu santo que forma las «almas apostólicas». Ella toma en
serio su fe y hace cosas sumamente simples cuando son vistas a la luz de la fe
evangélica: resucitar a los muertos cuando el Señor le dice que lo haga... La
hora histórica es tan terrible, que convoca a todas las fuerzas de la fe, y
esta es la razón por la que san Pedro cita la profecía de Joel y anuncia la
abundancia de dones, pentecostés redoblando su efusión en los tiempos
preapocalíticos.
Todo
bautizado es un ser invisiblemente estigmatizado, portador de una profunda
herida del destino de los otros, de todos los otros,, y añade algo al
sufrimiento de Cristo, que ha entrado en agonía hasta el fin del mundo.
«Imitar» a Cristo es seguirle en su descenso al fondo del abismo de nuestro
mundo; la «imitación» es la configuración con el Cristo total, y este es,
según Orígenes, el mártir'; porque «el amor a Dios y el amor a los hombres son
dos aspectos de un único amor total»'. Mi actitud personal, siempre única,
consiste en luchar contra mi infierno, que me amenaza si no amo para salvar a
los demás; será salvado aquel que salve. Pero un deslizamiento casi
imperceptible hacia el activismo lleva a decir: «Yo te amo para salvarte», el
alma
apostólica
dirá: «Yo te salvo porque te amo»... Durante cada liturgia cantamos: «Hemos visto
la verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celeste», y es el pentecostés
dominical; él no engaña, sino que en su don una llamada imperiosa se deja oír:
¿cómo traspasar esta experiencia transformadora de la luz al infierno del mundo
de hoy?...
l.
Kénosis: humillación, abajamiento, velo de humildad que oculta la divinidad
del Verbo en su Encarnación. Cf. Flp 2, 7.
2.
Isaac el Sirio, en PG 34, 5440. Cf. Orígenes, De Principüs III, 6, 5; Gregorio
de Nisa, Oratio catechetica magna XXVI, 5, 9; Ambrosiaster, Comentario a la
Carta a los efesios 111, 10.
3.
PL XV, 1502, citado por O. Clément, Notes sur le mal: Contacts 31, 204. 4. R.
Khawam, Propos d Amour des mystiques musulmans, Paris 1960.
5.
Citado por el archimandrita Sophrony, Messager de 1'Exarchat du Patriarche
Russe 26, 96.
6.
Cf. archimandrita Spiridon, Mes missions en Sibérie, Paris 1950, 44.
7.
Orígenes, Exhortación al martirio. Sobre la oración, Salamanca 1991. 8. Máximo
el Confesor, en PG 91, 401 D.
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