En la imaginación, siempre se
representa a los ángeles con instrumentos musicales, de alguna manera eso refleja
de forma inmediata su vida
interior. El arte es una imitación de esa espontaneidad perfecta -es la
identidad de la intuición y la expresión de aquellos que pertenecen
al reino de los cielos que se halla en nosotros-. Por eso el arte está
más cerca de la vida que ninguna otra cosa.
La Religión nos dice que el éxtasis, el amor y el
arte nos ofrecen ya un adelanto de la redención. Este mismo sentido lo
podemos encontrar en la idea de la catarsis de los griegos, o en la estética
de la Europa moderna cuando dice Goethe:
La belleza se ha buscado en todas las épocas. Aquel
que la percibe se libera de sí mismo.
Así, la
experiencia de la contemplación estética nos da la seguridad de que el paraíso existe.
En la tierra es preciso que la audiencia escuche más la
canción misma que la ejecución concreta de esa canción, y aquellos que tienen
sentido musical perfeccionan la interpretación de la música mediante la fuerza y la
emoción de su propia imaginación. En estas condiciones la música se aprecia mejor que cuando se
hace una condición sine
qua non de la
perfección sensible de la voz;
de la misma manera que la convicción es preferible
al encanto: «es como la pobreza exterior de Dios cuando su gloria se manifiesta en toda su
desnudez».
En la interpretación tradicional y metafísica de
la técnica musical, podemos apreciar unos elementos inamovibles y otros variables, de alguna forma, factores
masculinos y femeninos que se unifican
en una forma perfecta. Tenemos sonidos que se escuchan
antes de la canción, durante la canción y que continúa después de ella:
representa el absoluto intemporal
que es ahora como fue en el principio y que siempre será así. Por otro lado tenemos la canción concreta que es la
variedad de la naturaleza, surgiendo de su fuente originaria y regresando a
ella al final del ciclo. La armonía que surge entre esta base uniforme y las complejas formas que sobre ella se
dibujan es la unidad del espíritu y la materia.
Sobre este tema, Rabindranath Tagore escribió:
Cuando era muy joven escuché la
canción «¿Quién te ha vestido de extranjera?», y esta frase de la
canción dibujó en mi mente una imagen tan extraña que todavía hoy resuena en mi
memoria. Una vez intenté componer yo mismo una canción a partir
de esta frase, y, tarareando la melodía, escribí la primera
frase de la canción: «Yo te conozco a ti, extranjera». Comprendí que, si esta
frase no estuviese acompañada de su melodía, seguramente la letra de la canción
perdería todo su significado. Pero el poder
hechizante de esta melodía era tal que evocaba en mí mente la misteriosa imagen
de la extranjera. Mi corazón empezó
a decir: «Hay una extranjera que va y viene en este mundo nuestro. Su casa está en la otra orilla de un océano de
misterio; a veces se la puede ver en las mañanas de otoño, a veces en la florida medianoche, algunas veces
recibimos una insinuación suya en el fondo de nuestros corazones, a veces oigo su voz cuando vuelvo
mis oídos hacia el cielo».
La melodía de mi canción me
llevó hasta la misma puerta de esa extranjera que atrapa al universo y
aparece en él, y dije:
«Deambulando por el mundo
he
llegado a tu tierra:
soy un huésped a
tu puerta, oh extranjera».
Un día, tiempo después, alguien
iba por un camino cantando:
«¿Cómo puede ese pájaro desconocido entrar y salir de la jaula? Si pudiera atraparlo,
¡ataría las cadenas de mi mente a sus pies!». Me di cuenta de que ¡aquella canción popular decía exactamente lo
mismo! A veces ese pájaro desconocido
viene a la jaula cerrada y nos habla de lo infinito de lo desconocido -la mente
querría recordarlo siempre, pero no
puede-. ¿Qué otra cosa puede haber más que la melodía de esa canción para recordarnos las idas y venidas de ese
desconocido pájaro? Por esta razón siempre siento muchas dudas a la hora de publicar un libro de canciones,
porque en ese libro lo más importante se quedaría fuera.